A principios de los años 60, Harold MacMillan solía decir: “Nunca se
ha vivido mejor”. No estoy seguro de que eso fuese así, pero lo que es cierto
es que antes uno vivía rodeado de los escombros
de la guerra. Londres tenía enormes
edificios, pero doblabas la esquina y te encontrabas con una hectárea sin
urbanizar, y las calles estaban llenas de excrementos de caballos porque apenas
había coches. Son cosas que extraño de
Londres: caca de caballo y humo de carbón, mezclados con un poco de diésel
aquí y allá. Una mezcla terrible. Probablemente eso es lo que me llevó a las drogas. Crecí en un mundo donde el
racionamiento era el pan de cada día. Recuerdo que en el colegio nos daban una
botella de jugo de naranjas una vez al mes, y los profesores nos decían: “No se
olviden de su vitamina C”. Había muchos chavos con raquitismo. Apenas había
caramelos. Pero de repente, un buen día, se abrieron las puertas y aparecieron
ante nuestras narices todo tipo de bienes de consumo. Otra novedad de mi
generación es que dejamos de tener que ir al servicio militar obligatorio. Y la música irrumpió en nuestras vidas, y
de repente sentí que el mundo estaba
cambiando. Las cosas pasaron del blanco y negro al tecnicolor, el servicio militar desapareció, llegó el rocanrol y con un poco de
dinero podías comprar de todo sin necesidad de hacer cola.
Keith Richards, en According to the Rolling Stones.
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