Tenía las piernas demasiado largas para ser ciclista,
pero se paseaba por París montado en una bicicleta que había bautizado con el
nombre de Aleluya, por aquel París que de buena mañana, con las calles recién
regadas, olía a croasán y a pan caliente. Vivía como un estudiante y no era un
estudiante; daba la sensación de estar exiliado y no era un exiliado; queda por
saber si Julio Cortázar era realmente argentino y no un ser desarraigado, que
había convertido la literatura fantástica, el jazz, la pintura de vanguardia,
el boxeo y el cine negro en su única patria y París en una metáfora, en una
cartografía íntima. Si ser argentino consiste en estar triste y en estar lejos,
Julio Cortázar hizo de su parte todo lo posible por responder a ese modelo, que
cada lector podía armar y desarmar a su manera.
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