Cuando murió, Jim
Morrison tenía 27 años. Su compañera sentimental de entonces, Pamela Courson, murió de sobredosis
pocos años después. Él, sobre el papel, no se drogaba, al menos con cocaína ni
heroína. Prefería el alcohol, del
que ingería cantidades ingentes. Era un gran admirador de Rimbaud y Baudelaire. Jim quería ser poeta -en
realidad, escribió algunas buenas canciones, y temas como “The end” se han convertido en himnos generacionales- y creía haber
encontrado en París la libertad que le negaban las autoridades americanas.
Además, para un grupo como The Doors, que cantaba temas de Kurt Weil-Bertolt Brecht, que componía textos en honor de Edipo o que había elegido su nombre a
partir de un ensayo de Aldous Huxley,
la cultura europea era la única de verdad. Dado que el médico que certificó la
muerte de Morrison se limitó a constatar la 'parada cardiaca', hoy la leyenda
sigue creciendo.
Unos hablan de la nariz ensangrentada de Jim y sugieren una
sobredosis; otros creen que murió en el Rock'n'
Roll Circus y fue llevado por los amigos hasta la bañera de su casa; Pamela
Courson habló de problemas respiratorios y de enorme cogorza; el mundillo
rockero asoció la muerte de Jim a las de Hendrix
y Joplin para deducir de ahí que el
FBI o la CIA habían emprendido una campaña de exterminio de músicos
contestatarios.
Todas esas dudas y rumores han servido para alimentar otro:
que la tumba de Père-Lachaise está
vacía y Jim vive hoy en África, en
el terreno escogido por Arthur Rimbaud
para desaparecer de Occidente. Todas esas hipótesis hubieran hecho feliz a Jim
Morrison, no en vano se autodefinía como
'poeta del caos', y parece difícil poder probar alguna de ellas, pues hoy
su tumba está permanentemente vigilada por cámaras ocultas detrás de farolas.
(Artículo aparecido en la edición impresa del diario El País,
en julio de 2001)
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